La Casa de Asensia y su Historia

 

Mi nombre es Ana Merlos, soy hija de Asensia, la dueña de esta casa y a quien le debo casi todo en la vida. Mi madre me enseñó el valor de la constancia y tenacidad, el amor por el trabajo y las cosas bien hechas. Cada día que pasa tengo más conciencia de la importancia del ejemplo y la educación que me transmitió.

Mi madre nació y trabajó en el campo y no tuvo una vida fácil. Enviudó muy joven, en 1975, cuando mi padre murió a la edad de 46 años. Ella sola nos sacó adelante a mi hermano y a mí. Era una trabajadora incansable. Amable y servicial con todo el mundo. Muy buena persona.

Abro las puertas de esta casa, su casa, a todas aquellas personas que quieran disfrutar de lo que a ella le gustaba: un ambiente sencillo, tranquilo y agradable donde reír con los amigos, compartir charlas y tertulias al calor de la lumbre o al fresco de la tarde…Donde disfrutar de la naturaleza oliendo a tierra mojada o contemplar un amanecer sintiendo el rocío de la mañana. Un ambiente cálido donde te sientas acogido y feliz.

Esta soy yo, Ana, autora de esta página, y esta es mi querida madre

Pasillo de la casa

 

Este es un pequeño texto, a modo de homenaje hacia mi madre,  que escribí para el Museo Comarcal Velezano Miguel Guirao, al poco de su fallecimiento en 2014:

    ” Mi madre, ASENSIA MARTÍNEZ, es una de esas mujeres referentes de una época y un modo de vivir y de pensar. Nacida y criada al pie del Maimón sus primeros relatos hablaban de tiempos difíciles en los que la incertidumbre por el paradero de su padre, luchando en el frente durante la guerra civil, señalaba un camino de vida arduo y penoso.

    Allí, al pie de la sierra, creciendo entre las duras y ásperas tareas del campo, aprendió en tres meses y gracias a un maestro itinerante, lo poco que sabía de lectura y escritura: apenas a firmar y defenderse lo suficiente como para poder escribir de vez en cuando una carta a sus hermanos que marcharon a Francia en busca de trabajo y leer las que le enviaban ellos dos o tres veces al año.

    El cáncer que terminó con mi padre la dejó viuda con 44 años, en 1975, y en aquél momento, cuando la vida le brindó la posibilidad de salir del cortijo, dejar atrás las faenas del campo y ofrecer a sus dos hijos un futuro lejos del rebaño de ovejas que les daba de comer, no se lo pensó dos veces.

    Si hay algo que caracterizaba a mi madre por encima de todo era su actitud. Valiente, decidida, luchadora. Trabajadora incansable. Su afán de superación la empujó a marcharse sola y con algunas críticas a cuestas, a la otra punta de España, La Coruña, con mi hermano recién cumplidos los 20 años y conmigo que tenía apenas la mitad. Había tenido la visión de que allí estaba su oportunidad y la de sus hijos, y la sujetó bien fuerte, con el firme convencimiento que da la conciencia recia y honrada de las personas nobles.

    En la recta final de su vida estoy convencida que fue feliz. Tenía una vivienda digna que había ayudado a reformar con sus propias manos. Vivía acompañada de amigas y vecinos con quienes compartía a diario su pasión por las partidas de cartas que les ocupaban hasta bien entrada la noche. Nunca quiso estar ociosa. Le encantaba la costura. La facilidad innata para manejarse con las medidas y proporciones hacía que salieran de sus manos creaciones de un día para otro. Siempre ayudaba a quien se lo pedía. No quería ni sabía estarse parada.

    Persona buena donde las haya, siempre actuaba de buena fe. La firme convicción de que la mano de Dios guiaba la senda de sus pasos le otorgaba una valentía fuera de lo común, admirable para quienes la conocieron. Así debió ser hasta el último de sus días, donde ni siquiera la penosa y larga enfermedad que acabó con su vida, le robó en ningún momento la sonrisa ni agitó su final, pues se fue en silencio, serenamente, sin hacer ruido. Con su ejemplo me dejó una lección impagable, la mejor y más valiosa herencia que nadie pueda recibir jamás”. 

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